Detrás del odio contra las Farc
Por: William Alexander Aguirre
Imagen: Mural de Pavel Éguez
El reciente anuncio de suspensión de las campañas a Congreso y Presidencia, por el partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (Farc), prende las alertas dentro y fuera de Colombia, tras la posibilidad de un inminente fracaso del proceso de paz que atraviesa el país. El anuncio se realizó tras una continua y sistemática serie de agresiones contra los candidatos de la colectividad, que viene escalando en el nivel de intensidad y agresividad. Ante esto, es preciso entender qué elementos se esconden detrás de la incitación al odio y la violencia contra ese partido.
Una de las características principales del sistema político colombiano, a lo largo de su historia, es la exclusión política y la restricción de la participación a cualquier fuerza que se encuentre por fuera del bloque de poder dominante. El cierre de las vías pacíficas de acceso al poder se ha ejecutado, a través de una combinación de mecanismos legales e ilegales que procuran la supresión de cualquier brote transformador, empujando a buena parte del bloque popular a la rebelión armada.
Este ejercicio estructural de la violencia se ha convertido en un elemento cultural, que pretende imponer una hegemonía contrainsurgente en el sentido común de la sociedad para justificar la muerte y el odio. La violencia política sistemática ha sido una de las fuentes del conflicto que Colombia aspira superar definitivamente. Sin embargo, no han sido pocos los fracasos experimentados en procura de alcanzar la paz y establecer unas reglas de juego limpias para el desarrollo de la actividad política.
Podemos mencionar entre ellos, el asesinato de Rafael Uribe Uribe, Guadalupe Salcedo, Jorge Eliécer Gaitán, así como los genocidios contra la Unión Patriótica y A Luchar, el asesinato de Carlos Pizarro, entre otros tantos episodios que demuestran la incapacidad que tiene el régimen dominante de conservar el poder, sin recurrir al aniquilamiento físico.
Por otro lado, la incapacidad del bloque de poder para sostenerse pacíficamente contrasta con su habilidad para justificar, socialmente, el uso de la violencia; por ello, ha sido imposible, hasta , una ruptura del sistema de gobierno que, pese a su estirpe autoritario, se acompasa en la legalidad e intenta legitimarse, a través de una democracia formal, representativa y restringida.
La solidez del establecimiento no oculta su incapacidad de derrotar de forma definitiva al movimiento revolucionario colombiano y, en particular, al movimiento armado guerrillero, por lo que se produce una tensión en su seno entre prolongar la confrontación militar de manera indefinida, hasta el exterminio total de cualquier nicho de inconformidad; y la búsqueda de una salida política al conflicto armado que permita trasladar la confrontación del plano militar al electoral. Dicha disyuntiva se resolvió, aparentemente, a favor de un acuerdo político para poner fin al conflicto y construir una paz estable y duradera.
Pese a ello, la falta de consenso dentro del bloque de poder frente a este paso ha provocado la radicalización de unos sectores de la sociedad, ligados a la tenencia de la tierra, la economía ilegal, el fanatismo religioso y demás sectores emergentes de la burguesía. La decisión intransigente de oponerse a la implementación del Acuerdo de Paz se materializa combinando la lucha legal parlamentaria con la acción violenta y armada, dejando un saldo de casi medio centenar de excombatientes y militantes asesinados en lo que va corrido de la implementación, una reforma política fracasada, unas circunscripciones de paz empantanadas, y una Ley de Participación Ciudadana que, aún, se encuentra en el aire.
En ese contexto, la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común asume la tarea de presentarse al escenario electoral, casi en las mismas condiciones de restricción política que existían antes de la firma del Acuerdo de Paz. La participación de Farc en la contienda electoral actual no es un acto de ingenuidad de la antigua insurgencia, sino una muestra más de su intención de abrirse camino en el escenario democrático, haciendo frente a quienes mantienen su sed de guerra. No sólo era un reto para el naciente partido político, sino un desafío al sistema político del país.
La decisión de suspensión de las campañas ante la falta de garantías políticas y de seguridad en la actual coyuntura electoral es, entonces, una derrota de quienes defienden el statu quo de la democracia colombiana, que demuestra la incapacidad para recibir en su seno a expresiones diferentes a las que tradicionalmente se han presentado.
El intento de linchamiento que se ha intentado justificar, apelando a la sed de venganza de las víctimas, es en realidad un acto premeditado y organizado de los sectores más retardatarios de la política colombiana que retoman las tácticas de propaganda del fascismo que, en otrora, sembró entre la sociedad europea el antisemitismo, el odio racial, el anticomunismo, el culto a la personalidad y el fanatismo religioso.
Todo parece indicar que el Centro Democrático (partido que lidera el expresidente Álvaro Uribe) se encuentra tras esta peligrosa práctica, por lo que Farc ha anunciado denuncias ante las autoridades judiciales correspondientes contra dicha agrupación.
La utilización del odio como herramienta política no se presenta únicamente en Colombia, es un fenómeno internacional, se expresa en el intento de desestabilización violenta en Venezuela, en el ascenso de los movimientos fundamentalistas religiosos en la arena política, que permiten a Fabricio Alvarado encabezar en la primera vuelta presidencial de Costa Rica; en el nacionalismo del Brexit y la llegada de Trump a la Casa Blanca.
Es claro que, cuando al capital se le salen las cosas de control, recurre a las formas más desesperadas de respuesta para conservarse. En el caso colombiano, estamos atravesando la delgada línea que divide a la democracia del totalitarismo, y no es de extrañar que de un intento de construir la paz pueda emerger, con fuerza, la amenaza del guerrerismo.
Ya, decía Gramsci que “lo nuevo no acaba de nacer y lo viejo no termina de morir”. El reto para Colombia es poder deponer el odio y transitar hacia un proceso de reconciliación que posibilite resolver, definitivamente, el conflicto colombiano.
En esa tarea se debe fortalecer una amplia convergencia que permita aislar a los violentos del país.
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